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16.1.08

Cabo de Gata, un martes cualquiera

Aparcaron el coche con cuidado para que no se quedara encallado en la arena. Ella se estremeció en cuanto estuvo fuera, por aquel desierto salpicado de verdes que bien podían ser azules, por el olor a sal del mar, por el viento frío que no les perdonaba que fuera invierno.

Sobre la pasarela de madera que se adentraba en la playa, sonaba el tacón de sus botas de cowgirl y ella pensó que era un sonido precioso, que nunca lo había escuchado así. Las olas y el viento de nuevo acompañaban a sus pies. Y él, que le abrazaba por la espalda caminando con ella, guiándola hacia el momento.

Sentados al final del camino de tablas se apretaban en un abrazo-abrigo mientras observaban cómo se escondía el sol donde terminaba el agua. Ella sentía los deliciosos pinchazos de su barba en la mejilla izquierda, mientras la derecha se conformaba con algunas lágrimas.

Fin del acto: ya no hay sol y hace demasiado frío para seguir allí.

Huyen hacia el coche, de nuevo por el camino de tablas. Ella le mira desde abajo y ve cómo el viento juega con sus rizos. Le parece que esa imagen, él visto desde sus ojos, el viento, la luz congelada, el desierto... que ese momento podría formar parte de cualquier película de Medem. El ambiente ha bajado el volumen, amortiguado por la posición abandono, porque le dan la espalda al mar. Sonidos que suenan a medias dejándo protagonismo a sus voces.
Ella le dice: "Mira, me llora el ojo derecho",
él responde: "¿Sólo el derecho? ¿Y eso?",
y ella: "Porque a ese lado no lo has abrazado".
Él la aprieta contra su pecho, siempre desde arriba, y le limpia las lágrimas con besos pequeños y juntos.